Escuchando hablar a este danés en un perfecto castellano, es fácil intuir que Erik Peistrup no aterrizó ayer en nuestro país. Lo suyo con el Mediterráneo español viene de lejos: hace más de dos décadas solía frecuentar Barcelona por cuestiones de amor.
Entre escapada y escapada fue descubriendo la capital catalana y sus alrededores, y vivió otro gran flechazo que le ha durado hasta prácticamente hoy. "Además –recuerda–, en aquella época encontré una casita en Torroella de Montgrí, en la comarca del Baix Empordà (Girona) a la que empecé yendo los fines de semana y en vacaciones, hasta que un día dije: 'pues aquí me quedo'. Y eché raíces, vaya".
El artista lo comenta ahora desde el salón de la que es su segunda vivienda en la zona y, a juzgar por sus palabras, también la definitiva y última de su vida. "A ver, ahora me fijo en lo que tengo a mi alrededor y todo me resulta supersatisfactorio y precioso, pero no voy a mentir: no sé si volvería a hacerlo; ha sido un poco un infierno".
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Peistrup ríe mientras dice esto porque, a fin de cuentas, la obra salió tal y como se esperaba, aunque nunca había imaginado que una construcción exigiría tantas licencias y permisos. "Yo pensaba que en seis meses tendría la casa de mis sueños y fíjate, ¡dos años hemos tardado en alzarla!". Toca recapitular.
Todo surgió en 2021, cuando decidió comenzar de cero. Vendió su antigua vivienda, buscó un terreno y acabó dando con una parcela muy cercana de más de 600 metros cuadrados. "Era feísima", ríe otra vez, argumentando que por eso contactó con Olga Lloberes y Michel Nativel, de Rien de Rien Architecture, un estudio con sede en Barcelona que defiende la famosa creencia del pintor Paul Gauguin según la cual lo feo sí puede llegar a ser hermoso, a diferencia de lo bonito y lo comúnmente entendido como 'mono'.
Para aclararlo, el terreno en cuestión contaba con un muro medianero alto en uno de los lindes laterales, una gran pega según los arquitectos. "Pero nuestra propuesta fue aliarse con el muro, apoyarse en él en lugar de evitarlo y, a partir de su estructura, construir la vivienda".
Cosa que ambas partes hicieron atendiendo cautelosamente a lo que el danés les pedía –más que una casita de campo, una casa evolutiva, un espacio de trabajo, un universo en sí–, alzando una especie de cubos de una altura descomunal que al artista, en un principio, le sorprendió lo suyo; hasta que en Rien de Rien le hicieron ver que, en una suerte de ecuación estilística, volumen más altura siempre es igual a lujo máximo. "Aunque realmente es el único lujo que tengo aquí, porque todo lo demás es muy sencillo", considera el dueño.
Efectivamente lo es porque, a lo largo de esta residencia-taller de casi 300 metros cuadrados, todo se redujo a la misma piel de la propiedad, empezando por una distribución repleta de aberturas que generan juegos de luces y sombras durante día. Tanto en las costillas de los techos y los muros de hormigón visto, como en aquellos suelos y paredes que se decidió revestir con un mortero de cal en tonos crudos y terrosos aportando una sensación de reposo y silencio sepulcral, muy místico y espiritual.
Se aprecia en la generosa cocina abierta al patio, igual que la estancia del salón, en la planta de arriba, donde figura hasta una sala de pilates, o en el taller en el que el propietario trabaja de sol a sol desde que consiguió dedicarse a la pintura a tiempo completo tras años como lingüista e intérprete.
¿Y qué hay del mobiliario? "Como no quería que le robara protagonismo al caparazón de la casa, lo reduje al máximo". Según él, tan solo colocó una pareja de sofás Togo diseñados por Michel Ducaroy para la firma francesa Ligne Roset en 1973 y algunas piezas del danés Børge Mogensen que atestiguan de dónde proviene Peistrup, diseños que ya tenía de sus anteriores viviendas. O la mesa del comedor hecha por el artista en madera de pino, desde la que ha mantenido una larga conversación sobre esta casa en la que lleva ya viviendo casi un año, y que le ha ayudado a conocer mucho mejor a la gente de la que se rodea. A medir su sensibilidad.
"Por supuesto que algunos me vinieron con los comentarios típicos de cómo iba a calentar la vivienda, a qué se debía esa altura o si había pensado en la acústica. Muchos me decían que me había vuelto loco, cosa que, ojo, yo también he pensado muchas veces". De nuevo, ríe. "Luego hubo personas muy cercanas que vieron la casa y la entendieron en seguida. Sabían que era un espacio mágico", concluye. "Y esa gente, no voy a mentir, es mi favorita a día de hoy".