La vista sobre las vías del tren desde el dormitorio del número cuatro de Crescent Grove, en Levenshulme, un suburbio desdibujado al sur de Manchester, ha cambiado poco desde el día en que, hace más de medio siglo, un Norman Foster de veintidós años la dibujó. Quería incluir esa perspectiva en la carpeta que debía presentar para lograr la admisión en la Escuela de Arquitectura de su ciudad. Fue uno de sus primeros pasos para convertirse en proyectista porque el arquitecto más famoso del mundo no supo hasta esa edad, en la que la mayoría de estudiantes terminan
sus estudios universitarios, que él quería intentar ser arquitecto.
Hace tiempo, Foster regresó a esa vivienda, la casa que alquilaban sus padres durante su juventud, para filmar una escena de la película sobre su vida ¿Cuánto pesa su edificio señor Foster? En el film, un Foster con chaleco y guantes casi no se atreve a tocar las paredes de la casa pequeña y oscura en la que creció. Llevaba más de treinta años sin regresar.
De niño, Foster se sentía desplazado. Hijo único de padres con empleos precarios –Lillian, su madre, fue camarera y Robert, su padre, dueño de una tienda de empeños y pintor de brocha gorda–, fue en esa casa de ladrillo donde el joven Foster descubrió que más allá de las vías frente a su casa había una ciudad. Y el centro urbano le gustó más que su calle sombría. Pero más allá de las vías se sentía desplazado. No tenía amigos ni conversación posible con sus compañeros del instituto. Así, sin amigos ni conocidos, no le gustaron nunca los deportes de equipo y su pasión por los individuales
(esquí, maratón, vela, vuelo) pudo comenzar muy temprano: cuando consiguió montarse en una bicicleta. Una imagen de niño retrata el momento, montado en un triciclo. Otra fotografía, de adulto, lo retrata abrazado a una bicicleta. Él mismo cuenta que es capaz de desmontarlas y volverlas a montar. Pero cuando era un adolescente, la bicicleta era algo más que un invento ingenioso, era la libertad. Y, en plena posguerra, la vida ofrecía poca libertad.
Con todo, y a pesar de haber desarrollado cierto hábito a sentirse distinto, el joven Foster se vio acorralado cuando, tras realizar todo tipo de trabajos (de dependiente de la panadería a portero en una discoteca o mecánico en el barrio), consiguió un puesto como administrativo en el ayuntamiento de Manchester. Sus padres estaban orgullosos. Él, atemorizado primero y aburrido después. Tenía veintidós años y vagaba por la ciudad a la hora del almuerzo. Fue durante esas horas errantes de pasos perdidos cuando descubrió la arquitectura. Tenía que disgustar a sus padres. Necesitaba salir de allí.
La oportunidad le llegó al hacer el servicio militar. Allí descubrió los aviones. Eran justo lo que él necesitaba: salir volando. Cuentan que si Foster hubiera podido pagarse un avión hoy no sería arquitecto. Ahora el proyectista vuela en su propia avioneta, pero fue su primera experiencia en el aire la que cambió su vida. No es que le despertara la vocación de arquitecto, es que le confirió valor para dejar un empleo seguro y clarividencia para comprobar qué más podía ofrecerle la vida.
Le costó mucho encontrar empleo y eso le deprimió profundamente. Sus padres lo llevaron a un psicólogo que dictaminó que debía buscar trabajo en algo creativo. La agencia de colocación le ofreció dos puestos: uno en una tienda de alfombras, otro como contable en un estudio de arquitectura. Lo siguiente fue copiar los dibujos de sus compañeros de oficina por las noches, estudiar arquitectura y pedir una beca para estudiar en Yale (EE.UU.).
América destapó el carácter ambicioso y pragmático de Foster. Allí conoció la posibilidad de hacerse a uno mismo. En Yale también estaba Richard Rogers, el hijo de un médico de Wimbledon, en el lado opuesto del escalafón social. Pero ya no estaban en una ciudad de provincias inglesa, estaban en América y corrían los años sesenta. El movimiento hippy, más allá de la inteligencia de cada uno, borraba barreras. Rogers y Foster se hicieron amigos primero, y socios después. Ambos se casaron con dos hermanas arquitectas y, durante años, Foster fue feliz con Wendy, la madre de sus tres primeros hijos, a pesar de que vivían en la estrechez de un piso de dos habitaciones. Durante el día cubrían la cama con un cajón para hacer pasar el dormitorio como sala de reuniones.
Foster encontró un hueco en la arquitectura industrial y una oportunidad de oro cuando ganó el concurso para diseñar el Hong Kong and Shanghai
Bank, una obra maestra que lo convirtió en estrella internacional. Justo entonces Wendy murió de cáncer. De repente, Foster fue el padre viudo de tres hijos adolescentes. Y a pesar de eso, se convirtió en el más exquisito de los proyectistas del high-tech británico. En los años noventa empezó a construir
por el mundo: La Mediateca de Nîmes, el metro de Bilbao, el acueducto de Milleau o los aeropuertos de Hong Kong y Pekín –este último, el mayor del
mundo y levantado en el tiempo récord de poco más de tres años–. Su despacho en Londres superó los mil empleados, abrió sedes en varias ciudades del mundo y la firma pasó de realizar tres proyectos en una década a firmar noventa en la siguiente.
Sir Norman Foster, Lord Foster, el Premio Pritzker y el Imperiale de Japón. El reconocimiento le ha llegado de todos lados. Pero, pragmático y clarividente, renunció a sus títulos nobiliarios para instalar su residencia en Suiza por razones financieras. Cuando está en el suelo vive allí con su tercera mujer, la psiquiatra española Elena Ochoa, y sus otros dos hijos, Eduardo y Andrea.
Hace dos años abrió en Madrid una Fundación con su nombre que pretende cumplir una función divulgativa sobre la arquitectura contemporánea. Sus proyectos hace tiempo que miran al futuro, coqueteando con utopías de ciudades en la luna, sistemas de transporte hipersónicas o rascacielos que dan vértigo sólo con imaginarlos. Se diría que un día empezó a correr y no ha dejado de hacerlo.