“Yo he presumido de ello, de saber copiar” confesaba Sáenz de Oiza (1918/2000). Y debería llevar razón, pues sus obras siempre resultaron de una controvertida originalidad. Maestro de maestros, por su estudio pasarían figuras tan notables como Fullaondo o Rafael Moneo, y a lo largo de su vida conseguiría dejar una huella imborrable no solamente entre la sociedad, sino en las generaciones enteras de arquitectos que pasaron por las clases que impartía en la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid.
Tan contradictorio como él mismo se animaba a señalar, de la misma manera que era capaz de denunciar la monotonía gris de las ciudades modernas y la necesidad de nuevas formas capaces de dinamizarlas, lo hacía a guión seguido de una arquitectura contemporánea excesiva en su búsqueda por la innovación y la singularidad. “Hay veces que hay que ser más modesto”. Para entenderlo hay que comprender su visión posmoderna e historicista de la arquitectura, cuya evolución necesariamente debía pasar por realizar ejercicios de exploración y contraexploración de los modelos existentes, lo que permitiría mejorarlos, superarlos, y continuar escribiendo nuevos y apasionantes capítulos para la historia de la arquitectura.
Era 1948 y acababa de volver a Madrid. Había pasado el último año viajando por Estados Unidos gracias a una exigua beca concedida por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en un viaje que le llevó a ciudades como Boston, Washigton o Chicago. Esta experiencia resultará fundamental para su desarrollo profesional, ya que le permitió conocer de primera mano joyas de la arquitectura como el Guaranty Building de Adler y Sullivan, el edifico Larkin de Frank Lloyd Wright o los primeros edificios diseñador por Mies van der Rohe para el Instituto de Tecnología de Illinois. “En América descubrí que el arte moderno me interesaba menos que la tecnología moderna”, llegaría a afirmar; y con ese bagaje adquirido sobre la belleza de lo técnico y su pragmatismo funcional, entraba a formar parte del cuerpo docente de la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid como profesor de “Salubridad e higiene de la edificación” en 1949.
“La arquitectura utilitaria de mi país no funcionaba, los grifos no daban agua, los desagües se obturaban…”, destacó de una realidad precaria a la que comenzó dando respuesta a partir de 1954, con una economía de medios y soluciones ingeniosas que aplicó en sus primeros proyectos de vivienda social. Serían sus diseños para la Colonia de Puerta del Ángel, el Poblado de Absorción “A” de Fuencarral o los bloques y torres de vivienda de El Batán (1955), donde además podemos encontrar una de sus obras más llamativas, el Colegio Lourdes.
Por entonces ya había proyectado las dos obras de su carrera que recordaría de manera más íntima: la Basílica de Aránzazu (1950) y la Capilla en el Camino de Santiago (1954). “Una porque está hecha, y la otra porque está soñada”. Con el humilladero –nunca construido– del Camino de Santiago conseguía su segundo Premio Nacional de Arquitectura, y en Aránzazu lograba construir una de las mejores obras sacras de la España moderna.
Ganó el proyecto de la basílica guipuzcoana por concurso, y su modestia siempre le llevó a hacer de menos su labor en esta obra y a ensalzar la del brillante conjunto de artistas que participaron en ella, como Eduardo Chillida, los pintores Carlos Lara y Lucio Muñoz y, sobre todo, la del escultor Jorge Oteiza, al que todos otorgaron el papel de “maestro de obras” y cuyas esculturas para la fachada llevaron a la paralización de los trabajos de construcción en 1955. Atentaban contra el decoro del Arte Sagrado según las directivas de la Santa Sede. La basílica tuvo que abrirse inacabada y así permanecería durante 14 años. “La obra en sí yo creo que no es valiosa”, dirá Oiza, al que nunca le terminó de convencer el duro aspecto de un exterior cuyos perfiles dentados hubiera deseado que brillaran como puntas de diamantes.
Será precisamente Oteiza quien le presentará a Juan Huarte, promotor inmobiliario y mecenas navarro, que desde entonces pasa a jugar un papel fundamental en su desarrollo como arquitecto. Para él diseñará una galería de exposiciones en los sótanos de la inmobiliaria Huarte en 1960, el conjunto de viviendas escalonadas y la torre de apartamentos de la Alcudia (Mallorca) en el 61, y finalmente el que será uno de sus proyectos más emblemático: Torres Blancas.
“Ni torres, ni blancas”, reza la cantinela que más ha sonado en torno a uno de los principales iconos de la arquitectura moderna española, y uno de los mejores ejemplos internacionales de arquitectura orgánica. Es sin ninguna duda la obra de Oiza sobre la que más se ha escrito y debatido, desde el por qué de su nombre hasta si forma o no parte de la corriente brutalista. Le encargaron el proyecto en el 58 –las obras no comenzarían hasta el 61–, y siempre se pretendió que fuera una obra de carácter experimental sobre la que volcar las investigaciones acerca de la vivienda ideal en torno a la que tanto debatían arquitecto y mecenas.
El primer encaje del proyecto preveía la construcción de tres torres ortogonales. Se pediría permiso para la construcción de dos –con las aristas ya redondeadas–, pero el ayuntamiento solo autorizaría la construcción de una. Y así, bebiendo de las influencias del racionalismo europeo y del organicismo americano, de La Unité d´Habitation de Le Corbusier y de las torres St Mark’s (1937) y Price (1953) de Wright, Oiza construía su ciudad vertical.
Es un edificio de 23 plantas con un variado programa de apartamentos, viviendas y viviendas duplex, todas ellas con exuberantes terrazas ajardinadas proyectadas hacia el exterior, en un edificio con toda serie de comodidades y coronado por un núcleo social compuesto de salas de reuniones, tiendas e incluso un comedor –el restaurante Ruperto de Nola– con unas impresionantes vistas sobre Madrid y la capacidad para servir la comida directamente a las viviendas mediante un estudiado sistema de montacargas. O la piscina, que situada en la azotea sirvió durante años de taller veraniego para Antonio López y su obra Madrid desde Torres Blancas. “El esqueleto de la torre es gris. La torre será blanca” señalará el arquitecto, diferenciando así entre la estructura portante y vista del edificio y el aspecto formal que debía provocar su edificio-árbol, al que termina mudándose junto con su familia.
Convertido ya en uno de los grandes arquitectos españoles de la época, en el 71 los directivos del Banco de Bilbao le invitan a participar en un concurso restringido para la construcción de su nueva sede en Madrid. De aquel concurso formarían parte personajes tan ilustres como Coderch, Antonio Bonet, Corrales, Vázquez Molezún, Rafael de la Hoz o Antonio Miró, frente a un jurado del que formó parte Gio Ponti. Oiza se hace con él, y en un solar atravesado en su subsuelo por los túneles que unen las estaciones de Atocha y de Chamartín, logra erigir un monolito de color bronce de 30 plantas en hormigón, acero y vidrio. Heredero del mejor racionalismo de Mies y de Eero Saarinen, y de nuevo con guiños a ese organicismo americano de Wright y al dinamismo de su torre Johnson. En esta ocasión no hay polémica. Ha construido uno de los grandes iconos de la arquitectura española del siglo XX.
Durante todo este tiempo no ha abandonado su labor como docente. Había obtenido en el 68 su cátedra como profesor de Proyectos Arquitectónicos III, y desde el 81 ocupaba el puesto de director de la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid. “Quien es profesor sigue siendo alumno y, por tanto, se mantiene vivo” decía, y probablemente por esa razón le costó tanto asimilar que le obligaran a jubilarse a los 65 años. Era 1983 y podía continuar ejerciendo su profesión, con las responsabilidades que ella acarrea, pero le prohibían compartir sus conocimientos. Nunca lo entendió, y alejado de esa enseñanza que tanto placer le había dado, planteaba en 1986 la construcción de su obra más polémica: Las viviendas de la M30.
Conocidas como El Ruedo, surgieron de un concurso promovido por la Comunidad de Madrid para la construcción de un conjunto de viviendas sociales en los márgenes de la M30. Para defenderse del duro entorno, y siguiendo las directrices del concurso, Oiza proponía la construcción de un bloque de viviendas lineal de forma helicoidal, cerrado al exterior y volcado a un amplio patio interior y público. Frente a una fachada de ladrillos exterior, dura y hierática, proyectaba en contraposición otra privada, colorida y abierta hacia el gran espacio comunitario del que respirarían las 346 viviendas. Pero las primeras quejas aparecían con la llegada de los primeros vecinos en 1990. El conjunto se destinaba al realojo de los residentes del poblado chabolista del Pozo del Huevo, y el carácter de comunidad y barriada con el que Oiza quiso dotar al proyecto terminaba por volverse en contra de los nuevos residentes, que se vieron conducidos a vivir en un edificio cuya forma no asimilaban, y con un diseño que favoreció la aparición de un gueto marginal de cuyo pasado aun intentan zafarse.
La construcción de El Ruedo la compaginaría con la de otro de sus grandes —y polémicos— proyectos, el Palacio de Festivales de Cantabria. “A lo mejor este teatro es demasiado llamativo”, apuntaba el propio Oiza de un edificio que si bien recoge junto a la Torre Triana de Sevilla ese valor de lo “inconmensurable” tan propio de la arquitectura de Kahn, conducían a Oiza por el controvertido camino de una arquitectura posmoderna más propia de un Robert Venturi o un Charles Willard Moore. “Estas columnas son falsas, pero es verdadero el mensaje que transmiten” declaraba respecto a una intervención que todavía hoy sigue cuestionándose tanto entre arquitectos, como entre los vecinos de la propia ciudad de Santander.
En 1993 verá reconocida una vez más su vida de trabajo y esfuerzo, en esta ocasión con el Premio Principe de Asturias de las Artes. Tiene 75 años y todavía le quedan lecciones que dar. Ha ganado el concurso para la construcción de un centro comercial en la ría de Vigo —las obras finalmente no comenzarán hasta 2003 y finalizarán en 2008— y acaba de fundar junto a Juan Huarte y Oteiza la Fundación-Museo para preservar las esculturas de su gran amigo. Ni Oiza ni Oteiza verán finalizado el Museo. Un edificio de una exultante contemporaneidad y sencillez, construido a espaldas de la casa-taller del propio escultor y con el que el arquitecto volvía su mirada por última vez a Le Corbusier, en esta ocasión a sus obras de Ronchamp y La Tourette. “Si es verdad que soy poeta por la gracia de Dios —o del demonio—, también lo es que lo soy por la gracia de la técnica y del esfuerzo”. Con estas palabras de Lorca le gustaba explicar a sus alumnos qué era eso que hizo tan bien. Eso de ser arquitecto.