El barrio de las Lomas de Chapultepec es un oasis verde en Ciudad de México, un refugio en el que desde los años veinte del siglo pasado arquitectos como Luis Barragán construyeron viviendas para la clase alta. Es también aquí donde el empresario mexicano Moisés Micha compró en 2014 una casa setentera y brutalista de cuatro pisos sin jardín para convertirla en su nuevo hogar.
El proyecto, nada fácil, se lo encargó a su amigo belga Nicolas Schuybroek, que contó con la ayuda del mexicano Alberto Kalach para llevarlo a cabo. "Nos enfrentamos a una renovación total porque la estructura primigenia era terriblemente fea", explica Schuybroek sin rodeos. La idea, sigue el proyectista, "era crear un retiro urbano aislado y sereno, casi monacal, utilizando una paleta de materiales suaves. Los pisos de hormigón pulido son iguales en todas las estancias y las paredes y los techos están uniformemente acabados, creando una identidad muy fuerte y un hilo conductor tranquilo, pero potente".
Los 600 metros de la vivienda están distribuidos en una gran entrada con un estanque-fuente interior, una primera planta donde conviven la cocina con el salón y el comedor, un segundo nivel destinado al dormitorio principal, baño y estudio, un tercer piso que se reparten la biblioteca y la sala de televisión, y el ático donde se ubica la terraza y el comedor exterior.
Se utilizó madera de Parota de origen local para la carpintería integrada y mármol Arabescato con mucha veta para la cocina y los baños. Con el objetivo de romper la pesada estructura original e instalar "un vacío de luz", el belga se inventó una planta baja parcialmente diáfana y abrió un patio trasero con una fuente. "El sonido del agua resuena por todas partes, uniendo los pisos y las habitaciones", argumenta Schuybroek.
Introdujeron además varios elementos que enfatizan esa homogeneidad visual y funcional, como la escalera de acero que recorre los cuatro niveles.
En cuanto al interiorismo, fue pensado para acompañar a la extensa colección de arte y diseño del dueño, de forma que exterior e interior dialogasen sin distorsiones. Entre los tesoros expuestos, esculturas de Damián Ortega y Terence Gower, dibujos de Jose Dávila o mobiliario de Pierre Jeanneret y Pierre Guariche. "Teníamos claro que los colores debían ser neutros y contenidos, muy arquitectónicos, para así dejar hablar a las piezas de Moisés", añade el autor.
Por otro lado, y para llenar de verde el antiguo búnker, prolongaron una placa de hormigón sobre la entrada para crear un jardín suspendido en el primer piso, lo que les permitió a la vez proteger la intimidad del dueño del exterior. "El efecto es similar a las viviendas belgas, donde el edificio no da pistas de la magia que se esconde dentro".
Las plantas, además, son todas locales, gracias a la iniciativa del mexicano Kalach, que ancló así el refugio del empresario al país en el que está situado. El resultado de esta transformación radical es un cubo que ha matizado su brutalismo inicial al llenarse de vegetación, agua, piezas de autor, materiales rotundos y sobre todo luz.