Su inspiración, decía, nacía de los ríos y de las dunas. De aquel paisaje fluido del Bagdad en el que nació, y que en poco se parece a la actual visión que tenemos de la capital iraquí. “Era un lugar liberal particularmente progresista para las mujeres”, relataba Zaha Hadid (1950-2016), haciéndonos recordar que por muy asentadas que creamos tener nuestras libertades, no deberíamos darlas por sentadas.
Aunque sus padres eran musulmanes —él un prominente industrial de Mosul— estudió en un colegio católico hasta los 16 años. Luego vendrían los internados en Suiza, Beirut y Londres. A la capital inglesa regresaría en el 71 para ingresar en la prestigiosa Architectural Association (AA), tras terminar su carrera de matemáticas en la Universidad Americana de Beirut. De allí llegaba con los conocimientos que le permitirán desarrollar su extraordinaria arquitectura paramétrica, mientras que en la AA aprenderá a imaginar los proyectos más experimentales y radicales. “Solo podías hacer edificios de una manera en particular, pero mis maestros iconoclastas nos ayudaron a rebelarnos contra todo eso”. Sabía que tenía que haber otra manera de construir, otras posibilidades formales y programáticas.
Para comprender el carácter organicista y la complejidad de sus proyectos, basta con posar nuestra mirada en los dos edificios que resultarán determinantes para el triunfo de su arquitectura: el Museo Guggenheim de Frank Lloyd Wright en Nueva York, y el Museo Guggenheim de Frank Gehry en Bilbao, ciudad en la que lideraría la reurbanización de un antiguo barrio industrial. “Ha tenido una increíble influencia en mí”, resaltaba sobre el escultural edificio neoyorkino. “Wright fue un visionario, creó un camino que conecta el museo con el exterior y define su circulación”. Un aspecto que servirá de germen a ese “espacio fluido” que insistentemente buscará en sus proyectos. En cuanto al edifico de Gehry en España, su construcción será fundamental como referente de esa otra manera de construir, que muchos tildaban de inconstruible y que ella tanto defendió.
“Era una dibujante con muchísimo talento”, señalaba Steven Holl sobre aquellos años en los que coincidió con Hadid en la AA. También estudiaría bajo la tutela de Elia Zenghelis y Rem Koolhaas, quienes le invitaron a participar en OMA, su recién inaugurado estudio. “Fue más una reunión de afinidades e intereses en común”, y no tanto “la tradicional relación entre maestro y alumno”, apuntaba Koolhaas. En OMA estaría de 1977 a 1979, momento en el que se independiza y, compaginándolo con su labor como profesora en la AA, funda en Londres su propio estudio. Es el tiempo de la experimentación, de los proyectos sin construir y, sobre todo, el tiempo para pintar.
“Fue una herramienta esencial al inicio de mi carrera”, confesaba la propia Hadid sobre unas obras que recogían las indiscutibles influencias del constructivismo y el suprematismo ruso de sus primeros proyectos. Influencias venidas de las obras de Moholy-Nagy, de El Lisitski, de las esculturas de Naum Gabo y, sobre todo, de un Kazimir Malévich cuya abstracción “me permitía experimentar intensamente tanto con la forma como con el movimiento”. Fundamentales como génesis de su arquitectura, precisamente gracias a ellas conseguiría el primer gran empujón a su carrera. Con The Peak, una serie creada a raíz del proyecto de un club social en Hong Kong —proyecto que nunca se realizó—, lograba en 1988, y sin ninguna obra construida, introducirse en las salas del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) como una de las protagonistas de la exposición Deconstructivist Architecture. Una muestra comisariada por Philip Johnson, en la que aparecía junto a nombres como el de Peter Eisenman, Frank Gehry, Daniel Libeskind o el de su íntimo amigo, Rem Koolhaas.
Pero a pesar del gran éxito y atención que obtenía con sus propuestas, seguía sin conseguir ningún proyecto. “No elegí no construir durante tantos años; simplemente la posibilidad no existía”, señalaba sobre aquella época en la que “nadie creía que lo que yo dibujaba se pudiera construir”, y la llamaban “arquitecta de papel”. Eso comenzaría a cambiar a partir de 1990, cuando emprende la construcción de su primera obra significativa: la estación de bomberos Vitra, un pequeño edificio cuya forma nace de su propia lógica funcional, y que aparece como congelado en el tiempo, tensionando el espacio con su explosión de planos inclinados. Destinado a dar soporte a la fábrica de mobiliario en Weil am Rhein, en Alemania, desde un principio se concibió como un espacio multifuncional, siendo utilizado actualmente ya no como retén sino como área expositiva y de conferencias.
Tras el éxito de Vitra llegaría el trago más amargo de toda su vida profesional. Había ganado el concurso para la construcción de la Ópera de Cardiff en 1994, un proyecto con el que pensaba poder darse a conocer, pero una serie de ataques lanzados por las propias autoridades políticas de Gales se lo impidieron. “Fue una experiencia horrible”, relataba. “Como un asesinato público”. Los ataques surtieron efecto y el proyecto fue cancelado, un acto que no dudó de calificar de “una tragedia para la gente de Gales” y de “un triunfo para la mezquindad”.
Y de repente algo sucedió que revolucionó el campo de la arquitectura: en 1997 abría sus puertas en Bilbao el Museo Guggenehim de Frank Gehry. Con ese referente demostrando al mundo que esa otra arquitectura tan defendida por Zaha Hadid era posible, emprendía la construcción de su siguiente obra: El Centro de Arte Contemporáneo Rosenthal, en Ohio. Tomando del Guggenheim original, del de Wright, su carácter de plaza pública y de conexión directa entre el edifico y la ciudad, planteaba una “alfombra urbana” que se introducía directamente desde el exterior, plegándose y proyectándose verticalmente para generar el espectacular vació que vertebra las diferentes plantas del edificio. Un proyecto que seguía aquella misma línea inicial de fragmentación y abstracción formal, pero en el que comenzamos a ver esa “alfombra urbana” y esos pliegues que terminarán por dominar sus obras posteriores.
Habiendo obtenido en 2003 el Premio Mies Van der Rohe por su terminal de Hoeinheim Norte, en 2004, y para sorpresa de muchos, se convertía en la primera mujer en obtener el Premio Pritzker de Arquitectura. Apenas contaba con unas pocas obras concluidas, pero ya se encontraba inmersa en tres de sus mayores proyectos: la Central BMW de Leipzig, el Museo MAXXI de Roma y la Ópera de Guangzhou, en China.
El primero en inaugurarse fue la Central de BMW, en 2005. Destinada a albergar oficinas e instalaciones de las áreas de administración y diseño, el edificio se planteó como el centro neurálgico de la fábrica y nexo de unión entre otros tres edificios preexistentes.
Una construcción integradora con la que transgredía los elementos programáticos de la fábrica tradicional, introduciendo un estimulante factor de fluidez y velocidad mediante la propia forma del edificio y a través de la reorganización de su línea de producción. Un proceso de fabricación compuesto por unas increíbles cintas que se encargan de transportar los vehículos de un lado a otro de la fábrica, generando un movimiento cuasi poético que puede ser admirado por los propios trabajadores en las diferentes áreas comunes y departamentos.
Cuatro años más tarde, en 2009, y alejando a la Ciudad Eterna de su tradicional visión clasicista, abría el Museo MAXXI de Roma, un campus urbano destinado a la investigación y la exhibición de las nuevas expresiones artísticas del siglo XXI, en el que los conceptos de rigidez y ortogonalidad desaparecen para dar lugar a una superposición espacial de líneas sinuosas. “Es emocionante construir en un entorno de múltiples capas, en medio de tanta belleza en la que se combinan pasado y presente”, señalaba Hadid sobre un proyecto con el que conseguía su cuarto Premio RIBA y su primer Premio Stirling.
Dando un paso más hacia el abandono de esa primera etapa dominada por la fragmentación y la abstracción, y en su continua evolución hacia “lo que debía ser la arquitectura, que es una organización más fluida”, se inauguraba en 2010 la Ópera de Guangzhou. Un descomunal proyecto con el que volvía a insistir en la importancia del “lugar” como generador de sus obras, y en el que a partir de conceptos como la erosión, la geología y la topografía, planteaba la construcción de esas dos grandes “piedras” varadas a orillas del Río de las Perlas.
Dos años antes de finalizar aquella suntuosa obra en China, había construido uno de las pocos proyectos que realizaría en nuestro país, el Pabellón Puente para la Exposición Universal de Zaragoza de 2008. Uniendo los dos márgenes del río Ebro a su paso por la ciudad, el pabellón se diseñó para ejercer una doble función: como puerta de acceso y como espacio expositivo. La fluidez espacial y las relaciones tanto con los márgenes del río como con la incidencia del viento del cierzo, tan característico de la zona, serían aspectos centrales durante la fase de diseño del pabellón, cuyo posterior uso y aprovechamiento sigue siendo cuestión muy discutida entre los vecinos y los responsables políticos de la ciudad.
En 2011 conseguía su segundo premio Stirling gracias a su proyecto de la Academia Evelyn Grace. Unas modernas instalaciones educativas en las que volvía a transgredir los parámetros tipológicos tradicionales, y que suponía su primera obra construida en un Londres que parecía resistirse a los encantos de su arquitectura. “Tal vez piensen que mi trabajo es demasiado fantasioso”, respondía ante la realidad de una falta de proyectos en la ciudad en la que vivía, y que muchas voces asociaban a una discriminación por su condición de mujer, árabe e inmigrante, una combinación que ella misma reconoció que no le había facilitado nada las cosas.
Uno de los capítulos más interesantes de su carrera lo encontramos con la inauguración del pabellón que diseñó para la prestigiosa casa Chanel, en 2008. Un edificio que viajó por Hong Kong, Tokio, Nueva York y París, y que deslumbró al mundo con su aspecto futurístico y las líneas de un caparazón exterior fabricado en PRFV (poliéster reforzado con fibra de vidrio). Con él seguía experimentando en una serie de construcciones “ligeras”, tanto efímeras como permanentes, que de alguna manera había iniciado con la construcción de la Estación Nordpark de Austria. Gracias a esta obra para Chanel lograba potenciar su imagen de “artista total”, al mismo tiempo que intensificaba sus vinculaciones con la industria de la moda, un sector con el que ya había colaborado en proyectos como el de la reinterpretación del icónico Bucket Bag de Louis Vuitton, y al que le seguirán el diseño de piezas para firmas como Bulgari, Fendi o Adidas.
Por entonces su estudio contaba con entre 250 y 300 colaboradores, lo que les permitía emprender proyectos tan imaginativos y complicados como el del Centro Heydar Aliyev de Bakú, que abría sus puertas en la capital de Azerbaiyán en 2013. Un edificio sorprendente que parece nacer de los pliegues del propio paisaje, que alzándose como un sistema de dunas abatidas por el viento, genera una cubierta continua destinada a albergar sus diferentes usos. El complejo alberga una triple función como biblioteca, auditorio y museo, en el que aproxima hasta el límite las realidades contrapuestas de interior y exterior, y se acerca más que nunca a las cualidades espaciales, escultóricas y de “plaza pública” de su admirado Guggenheim de Nueva York. “La gente se pregunta por qué no hay líneas rectas o ángulos de 90 grados en nuestras propuestas”, se auto inquiría durante una entrevista en 2012, y es “porque la vida no tiene lugar en una cuadricula. Un paisaje natural nunca es uniforme o regular, y las personas se sienten bien en ellos”.
Esa extrema fluidez del Centro Cultural de Bakú, heredera directa de aquellas construcciones “ligeras”, podemos igualmente observarla en proyectos como el del inmenso complejo Galaxy Soho de Pekín. Compuesto por cuatro volúmenes principales y de un llamativo aspecto futurístico, se asemeja a una especie de ilusión grandilocuente cuyas atrevidas líneas, sinuosas y envolventes, lo convierten en una “entidad” todavía muy difícil de asimilar. Al verlo uno siempre acaba por preguntarse si realmente existe o sencillamente es un mágico espejismo.
Algo muy parecido a lo que provoca el Centro de Estudios e Investigaciones sobre el Petróleo de Riad (KAPSARC). Este complejo de un fuertísimo carácter orgánico se destina a la investigación de tecnologías energéticas y medioambientales, compuesto por una red de microcélulas espaciales de forma prismática unidas alrededor de patios. Inaugurado en octubre de 2017, el Campus KAPSARC formaba parte, junto a obras tan sorprendentes como la de la Autoridad Portuaria de Amberes, de la larga lista de proyectos en construcción que dejaba Zaha Hadid cuando, a los 65 años, fallecía el 31 de marzo de 2016. La arquitecta de papel, la que soñó con abrir una puerta a un mundo que aún no se había inventado, se marchaba tras revolucionar los campos de la arquitectura y del diseño. “Sé que puedo construir lo imposible”. Y lo hizo.