No hay una explicación lógica para constatar por qué a lo largo de estos algo más de 900 kilómetros de ruta por el norte de la Península podemos encontrar tantísimas obras arquitectónicas no solo reverenciadas en nuestro país, sino en todo el mundo.
Siempre cabe la posibilidad de que esos regalos que algunos de los ganadores del prestigioso premio Pritzker proyectaron en esta parte de España a finales del pasado siglo (ahí está el Museo Guggenheim de Bilbao, de Frank Gehry, o el Museo do Mar de Galicia, finalizado por César Portela y que Aldo Rossi nunca pudo ver concluido porque un accidente de tráfico terminó con su vida a los 66 años) animaran en pleno siglo XXI a muchos otros nombres propios a seguir sus pasos.
Llámese efecto rebote o, simple y llanamente, una rivalidad entre los más grandes, esa ambición arquitectónica es la que precisamente ha contribuido en los últimos años a cambiar radicalmente el paisaje de los viñedos alaveses.
Enlazando con la vanguardia que aportaban los arquitectos foráneos, nuestros mejores nombres locales siempre han tenido muy presente la rica tradición industrial de esta región de España. Prueba de ello es el excelente trabajo que el estudio de arquitectura aq4 realizó en la Nueva Casa de la Cultura de Ortuella, que rinde homenaje al pasado minero de la zona.
Otro ejemplo de ello es la central hidroeléctrica de Proaza, en Asturias, que aun siendo la obra más antigua de la ruta no deja de fascinar por el genio con el que su autor, Joaquín Vaquero Palacios, supo dotar de una entidad propia pocas veces vista a una instalación de estas características. Resulta lógico que todos los trabajadores que trabajan allí a diario estén orgullosísimos de pasar su jornada laboral en un espacio que podría confundirse con una galería de arte.
Más allá del Centro Gallego de Arte Contemporáneo de Álvaro Siza en Santiago de Compostela, o ese Domus de A Coruña en el que trabajaron codo con codo Arata Isozaki y el ya mencionado César Portela, en este viaje también te invitamos a que te detengas en obras que pueden pasar algo más desapercibidas porque esquivan la monumentalidad. Sin ir más lejos, en el trabajo que Norman Foster realizó en el diseño del Metro de Bilbao, que en 1998 le llevó a ganar el Premio Brunel de Arquitectura.