Fue en los albores de los años ochenta cuando Tom Wolfe, uno de los maestros del nuevo periodismo, decidió tomarla con la arquitectura en su magnífico librito ¿Quién teme al Bauhaus feroz?.
En él, se despachaba a gusto con todos los arquitectos mancomunados en el movimiento moderno, y criticaba con desdén a los arquitectos que se refugiaron en Estados Unidos tras el auge del nazismo.
El grupo, liderado por Walter Gropius y Mies van der Rohe, recibió el apodo de "Babilonia del capitalismo", y fueron tachados de mercenarios al aplicar, sin compasión alguna, sus doctrinas estéticas financiados por la élite económica americana. ¿Quién decide lo que es feo en arquitectura?
Los arquitectos de la Bauhaus no han sido los únicos en padecer la ira de la prensa, la crítica o, incluso, en sufrir improperios por parte de sus compañeros de profesión. "Churrigueresco" fue el insulto acuñado por el academicista neoclásico Villanueva para describir los edificios diseñados por Pedro de Ribera y otros de la cuerda tardo barroca.
Pero para disgusto, el que le dio Adolf Loos al mismísimo emperador Francisco José cuando le plantó su Looshaus enfrente del Hofburg. El Habsburgo la rebautizó como "la horrible casa sin cejas" (ausencia de ornamento en ventanas, pero presencia de delito, según los gustos imperiales) y, para no tener que verla, condenó para siempre la entrada del palacio que daba a la Michaelerplatz.
Poco importa si se trata de reyes, emperadores o dictadores. Para el arquitecto, en el fondo, todos son clientes. Y ya saben, bajo ninguna circunstancia un cliente le va a decir a un arquitecto qué o cómo debe hacer su trabajo. La genialidad tiene un precio, y hasta los grandes de la arquitectura han protagonizado algunas de las polémicas más sonadas de la arquitectura.