Eduardo Souto de Moura (Oporto, 1952) representa la tercera generación de arquitectos portugueses modernos. Fue el heredero natural de una tradición que actualizó lo vernáculo limpiándolo de ornamentos y que trabajó con materiales más autóctonos que industriales. Tras Fernando Távora y su maestro, Álvaro Siza, la arquitectura de Souto suponía un grado más de abstracción. Aunque, con el tiempo, está descubriendo el gusto por la experimentación. En 2011 le entregaron el máximo galardón para una arquitecto, el Premio Pritzker.
¿Soñó alguna vez con el premio?
Jamás. No me había parado a pensarlo. Pero ni me creía con posibilidades. Portugal es un país pequeño y el premio ya lo tenía Siza.
Su maestro.
Un arquitecto fundamental, pero por encima de todo, un modelo de persona.
Usted comenzó trabajando con él…
Prácticamente sí. Sucedió que, tras la revolución de los claveles, unos cuantos estudiantes nos pusimos a trabajar en la reforma de unas viviendas muy degradadas de Oporto. Siza nos ayudó. Luego me quedé a trabajar con él. Estuve cinco años.
No era fácil irse.
No. Pero Álvaro Siza entendió que para crecer yo debía salir de allí. Se portó mejor que un padre. Uno, como padre, tiende a proteger demasiado a sus hijos. Y para enseñar a vivir hay que dar alas.
¿Usted se las da a sus tres hijas?
Maria Luisa, la mayor, es arquitecta, como mi mujer, que también lo es. Pero nunca hemos trabajado juntos. Maria Eduarda, la pequeña, también estudia arquitectura. Pero Maria da Paz, la mediana tiene otro mundo: es enfermera en Mozambique.
Su padre también era médico.
Y mi hermana. Yo fumo demasiado para serlo (bromea). Mi hermano mayor, que es fiscal, fue quien me animó a estudiar arquitectura.
¿Cree que hay una arquitectura más sana que otra?
Creo que los edificios deben cuidarse, curarse y repararse. Entre los cuidados puede incluirse cambiar de vida. Algunos de los que yo he construido, como el Mercado de Braga, han cambiado de uso (ahora es una escuela de danza).
¿Qué papel juega la sostenibilidad en la arquitectura actual?
Preparar un edificio para absorber y acumular las aguas grises, bombearlas, depurarlas y reciclarlas es muy poco sostenible. Consume una cantidad de energía brutal. No tiene sentido.
¿Piensa que la manía de lo sostenible es una moda?
Todo eso son complejos de la mala arquitectura. La arquitectura no tiene que ser sostenible. De eso ni se habla. La arquitectura, para ser buena, lleva implícito el ser sostenible. Es como el valor en el ejército, se presupone. Nunca puede haber una buena arquitectura estúpida. Un edificio en cuyo interior la gente muere de calor, por más elegante que sea será un fracaso. La preocupación por la sostenibilidad delata mediocridad. Los buenos edificios siempre son sostenibles.
¿Diría que sus trabajos son sostenibles de una manera natural?
Decir que se es sostenible resulta sospechoso. Es, por poner un ejemplo, como los políticos que dicen “yo soy un demócrata”, pues claro, solo faltaría. Es lo mínimo que se pide, que los políticos de un sistema democrático sean demócratas. Por eso resulta totalmente redundante que alguien alardee de algo básico y fundamental. Porque ser honesto es lo mínimo. Y en arquitectura la honestidad mínima es ser sostenible. Por eso no puede ser una excusa. No se puede aplaudir un edificio porque sea sostenible. Sería como aplaudirlo porque se aguanta. Uno no puede plantearse “voy a ser sostenible a ver a dónde llego”. O se es, o no se es.
Empezó siendo un miesiano convencido. Y en sus últimas viviendas parece más escultórico. ¿Por qué ha apostado últimamente por las formas y soluciones más libres?
Eso me ha sucedido haciendo el metro de Oporto o cuando he trabajado en el Estadio de Braga. Es imposible abordar esos proyectos con una arquitectura rectilínea. Ese cambio de escala me abrió la mente. Me hizo pensar de otra manera. Decidí que tenía que hacer otras cosas. Y aquí estoy. Disfrutando de la arquitectura.
¿Defiende el riesgo?
Para llegar a lo bonito, a lo bello, llámelo como quiera, al sublime de Kant, hay que arriesgarse a caer en lo feo. La profesión es una cosa muy complicada, cada vez más, y eso agota. Frente a eso, el hacerte más osado, por estar más seguro y confiar más en tu capacidad, es una de las recompensas. Eso da un poco de ánimo. Aumenta la curiosidad y el interés, que es la base de todo. Si uno pierde el interés se repite y se convierte en un arquitecto maquinal.
Tiene un pie en España. Ha diseñado dos viviendas en Ibiza y una en el Ampurdán. ¿En la escala unifamiliar es donde se ve más libre?
La casa sigue siendo el mejor laboratorio para experimentar. Para diseñar una vivienda se tiene que establecer una relación muy próxima con quien va a habitarla. Uno expone de entrada su idea de la vida, su manera de habitar. Y el cliente responde a eso. Es decir, al hacer una casa, cliente y arquitecto hablan de algo esencial, básico. En un edificio público o en un rascacielos no se experimenta tanto. El cliente no se abre tanto y, por lo tanto, cualquier innovación se entiende menos.
Ha hecho muchas viviendas: una para un director de cine, Manoel de Oliveira, y diseñó incluso la de Cristiano Ronaldo en Benavente (Portugal)...
Yo creo que este tipo de encargos me llegaron porque hice un estadio de fútbol, el del Braga, y algunos deportistas me conocieron. La casa de Ronaldo era un palacio. Tenía 1.300 metros y con ese tamaño no podemos hablar de casa. No es una escala doméstica.
¿Y un tipo sencillo como usted se siente cómodo ante un encargo así?
Recuerdo que, una vez, un periodista me preguntó por lo que era el lujo. Y le contesté que para mí eran cuatro paredes blancas bien hechas con un Picasso en medio. La casa de Ronaldo iba a hablar ese idioma. Porque es el que hablo yo. Iba a ser una casa grande y con proporciones. Porque uno cuando hace una casa grande no puede coger una pequeña e hincharla y dilatarla. No es lo mismo, no funciona. En una casa grande hay espacios perdidos.
¿Cuál es su idea de una casa actual?
Hoy las casas viven una ficción. Yo lo llamo el tunning de la arquitectura. Mucha gente hace cosas que no sirven para nada, pero que dan cierta imagen. Lo banal revistiendo lo esencial. Hoy los clientes piden tunning. Te piden un tejado muy inclinado en un lugar donde apenas llueve. O una gran chimenea.
Yo les pregunto si van a asar corderos. Pero no, resulta que solo cocinan en el microondas.
¿Se aprende más usando la arquitectura o pensándola?
El uso es muy importante. Es parte de la naturalidad. Que es lo que yo considero esencial. Que la arquitectura sea o no un arte puede debatirse a partir de que el uso esté cubierto. No hacerlo es balbucear sin llegar a hablar. Hay mucha gente preocupada con ser diferente, con epatar. De la misma manera que el hombre y la sociedad han cambiado hay cosas que han cambiado también en la arquitectura. Pero de todo el cambio que se pretende todo tiene que tener como soporte este tipo de criterios, no decisiones intelectuales. Para entender las cosas hay que meter las manos en el barro.
¿Eso hace usted?
Los arquitectos buenos, los que me han interesado, siempre se han ensuciado las manos. Tocan en la llaga. Álvaro Siza es un ejemplo de esto. Para entender lo que es una vivienda social va hasta el fondo para entender, y luego elige. Por eso digo de él que es un arquitecto natural. No valora la impostura. La evita.
¿Qué otros arquitectos le parecen naturales?
A mí me gusta Pepe Llinás. Porque me lo creo. Me gustan los amigos. Y al final ya no sé si me gustan porque son mis amigos o si son mis amigos porque me gustan.