Podría llamarse La casa de ónix, pero tiene sin duda más sentido que su nombre sea La Casa de la Cantera. Así, la connotación tectónica del proyecto cobra mayor relevancia. Enclavada casi en la cima de la montaña, el nombre de la casa proyectada por Ramón Esteve simboliza también el duro trabajo de construir, a pesar de las condiciones extremas del terreno, en lo más alto posible de la pendiente, a fin de capturar la visión del paisaje ondulado y verde (estamos en una zona residencial boscosa de Valencia) en toda su amplitud.
Conformada por una superposición de “cajas” ceñidas por el propio terreno, en un vacío que la aísla y la protege, la casa crea su propio universo interior. Las niveles inferiores (semisótano y sótano) están como agazapados y unidos al terreno. Arriba, en cambio, la apertura de los espacios es doble: a un lado, la mirada se pierde en el horizonte, buscando la línea en que el mar se toca con el cielo, más allá del filtro intermedio de la piscina; al otro, la mirada reposa en el monte mediterráneo. La piscina es un prisma que, desde el nivel superior, vuela sobre las habitaciones y el gimnasio.
“La apariencia masiva y estructural de la vivienda es una proyección de la expresividad de los materiales en bruto”, define la memoria del arquitecto. El conjunto de planos de hormigón blanco (ejecutado in situ) es atravesado por un núcleo central de ónix amarillo, como una escultura metafísica en su aspecto traslúcido. Los peldaños volados de la escalera, también de ónix, emiten luz por todas sus caras gracias a un efecto producido por un diseño patentado para su estructura interna.
De noche, detrás de la fachada acristalada (que se refleja en la piscina), el ónix Vulcano retroiluminado representa la dimensión tectónica, evoca un dibujo de vetas descubiertas por una ráfaga de lámparas de buscadores de piedras preciosas en las entrañas de la Tierra. Pero estamos al borde de la piscina, conectados con el horizonte marino.