Pocas tradiciones decorativas han resultado tan difíciles de romper en España como la obsesión por las paredes alicatadas de suelo a techo. Desde mediados del siglo XX, los azulejos fueron sinónimo indiscutible de limpieza, funcionalidad y practicidad en la cocina, imponiéndose como un estándar casi obligado a la hora de proyectar estos espacios. Pero la evolución del interiorismo ha propiciado en los últimos años una revisión profunda de estos dogmas decorativos, impulsada en gran medida por la búsqueda de ambientes más fluidos, cálidos y personales.

Arquitectos e interioristas reconocidos a nivel internacional como Vincent Van Duysen ya llevan años apostando por acabados sin juntas visibles, diseños continuos o materiales que aporten una identidad única a cada cocina, convirtiéndola en algo más parecido a una extensión del salón que a un espacio técnico o aislado. Esta tendencia responde a una profunda transformación en el concepto mismo de lo que entendemos por cocina: ya no es únicamente un área destinada a la preparación de alimentos, sino un lugar social que exige un tratamiento estético mucho más cuidado y coherente con el resto del hogar.

La industria, consciente de este cambio de paradigma, ha respondido con innovación técnica y estética. La tendencia más marcada pasa por sustituir las paredes recargadas de azulejos por revestimientos continuos, naturales o tecnológicos, que aporten valor decorativo sin renunciar a la resistencia y durabilidad. En definitiva, no se trata simplemente de una cuestión estética, sino de adaptar la cocina a los nuevos valores contemporáneos: sostenibilidad, funcionalidad personalizada y, sobre todo, confort (tanto visual como táctil).