Según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), los costes económicos directos del desperdicio de alimentos pueden alcanzar 750.000 millones de dólares anuales, derivados de los daños al clima, el agua, la tierra y la biodiversidad. Cuanto más tarde se pierde un producto alimentario a lo largo de la cadena, mayores serán las consecuencias ambientales, ya que al coste inicial de producción hay que sumar los costes incurridos durante el procesado, transporte, almacenamiento y al cocinarlo.
Lo que comemos y cómo lo hacemos ya no tiene que ver solo con nuestro legado cultural y con nuestra salud; es también un acto de responsabilidad con el planeta. Por eso es tan importante que nuestra huella ambiental al cocinar sea lo más reducida posible. La idea de recuperar autonomía al proveernos de alimentos va calando poco a poco en el consumidor más consciente.
En su libro Cooked, el periodista y activista gastronómico estadounidense Michael Pollan va más allá y habla de revolución: no hay una forma más directa de transformar nuestra vida y de cambiar el mundo que regresar a la cocina, ese lugar que habíamos abandonado poco a poco al dejar nuestra alimentación en manos de la gran industria y de los profesionales de la restauración. Comprar productos de cercanía, cultivar nuestros propios vegetales, prepararlos con mimo con el mínimo gasto energético, aprovecharlos al máximo y reciclar los residuos nos ayuda a vivir mejor y además beneficia a nuestro entorno.
El diseño de cocinas apunta cada vez más en la dirección de sistemas autosuficientes que incorporan elementos para cultivar vegetales y métodos para el ahorro y reutilización del agua o la transformación de los residuos alimentarios en compost, precisamente para su aprovechamiento en el cultivo de plantas.
Mientras, no dejan de surgir ideas para mejorar las técnicas de preparación de alimentos ahorrando energía, como la que propone la cocinera italiana Lisa Casali en su libro Cocinar con el lavavajillas (Larousse): aprovechar el calor uniforme y constante de este electrodoméstico para cocer a baja temperatura los alimentos, previamente envasados en tarros de cristal o bolsas herméticas.
Pero hay que recordar que la cocina sostenible no solo se relaciona con el tratamiento de los alimentos, sino también con el propio diseño del espacio. Al igual que rastreamos el origen y destino de lo que comemos debemos preguntarnos sobre la procedencia de los materiales con que está realizado el mobiliario o los revestimientos. Adquirir productos de madera procedente de explotaciones certificadas, asegurarnos de que no emiten sustancias nocivas como Compuestos Orgánicos Volátiles (COV) o comprobar que todos los elementos son reciclables al final de su vida útil es indisociable de nuestros hábitos alimentarios si queremos hablar de una cocina realmente ecológica.