Decía que a los objetos había que tratarlos como a seres humanos y hacerles sonreír. Sentido del humor no le faltaba al milanés Alessandro Mendini, fallecido ayer, 18 de febrero, en su ciudad natal a los 87 años, responsable, desde los 70 de la revalorización indiscutible del made in Italy, revolucionario hasta el final y uno de los pilares más robustos del diseño y la arquitectura contemporáneos.

Enamorado del cómic, irónico irredento, amante de la pintura (y en particular de Kandinski y Balla), fimó proyectos arquitectónicos tan diversos como la Torre del Paradiso, una aguda pirámide conmemorativa laminada en acero en la isla de Hiroshima; la renovación de la Estación Termini romana; el críptico y multicolor casino suizo de Arosa; y el polimórfico, descabalado y premiado Museo de Groninga, con su punto de colorida extravagancia, un proyecto en el que colaboró con Philippe Starck, Michele de Lucchi y el estudio Coop Himmelb(l)au.

Teórico incansable del diseño, aglutinador en movimientos con tanta fuerza como Alchimia, Global Tools o Memphis, y dinamizador infatigable desde el palco de las no pocas revistas que dirigió (las prestigiosas Domus, Modo y Casabella, entre ellas), era quizás aún más su irreverente imaginación como diseñador industrial la que catapultó su nombre como maestro y artífice con mayúsculas. Solo hay que ver la colección Museum Market, con sus tonos chillones, sus acabados brillantes y sus formas improbables, y la hiperbólica, a la par que buffa, butaca Proust: ese híbrido de poltrona rococó con tapicería expresionista.

Le gustaba definirse a sí mismo “como una especie de Gepetto (el padre de Pinocchio en la obra de Collodi) capaz de crear, con las manos, vida”. Adoraba jugar con la impostura para producir hallazgos geniales y gozaba colándose en los hogares de los italianos de a pie mediante los objetos cotidianos que ingeniaba para marcas como Alessi: sus sonrientes damiselas Anna –Anna G, el sacacorchos, Anna Pepper, el molinillo de pimienta, Anna Sparkling, el tapón, Anna Gong, el frutero plegable– son iconos imperecederos del diseño.

Con ese fin, el de colarse en los hogares, colaboró con infinidad de firmas: Swatch, Philips, Zanotta, Ramun, Samsung, Swarovski, Hermés, Cartier, Bisazza… Desde su atelier en Milán, fundado junto a su hermano Francesco, y mientras recibía algunos de los premios más relevantes del mundo del diseño –el Compás de Oro, el European Prize–, continuó inventando artilugios más o menos desvergonzados, con altas dosis de ludismo, hasta su muerte.

Abogado de lo kistch y la liviandad creativa, anarquista de espíritu, le gustaba pensar que el interiorismo era capaz de teatralizar el universo íntimo de los habitantes de un hogar. Abogaba así por traspasar las fronteras “del gris de la funcionalidad” y creía firmemente en la poética de objetos capaces de verdad de hacer más felices a sus posesores. Soñar fue, tal como explicó en diversas entrevistas, la clave de su poética, pero soñar como niños… desprejuiciados, felices, insaciables.