El humanismo renacentista sacó al hombre de la oscuridad de la Edad Media para llevarlo, a través de las luces de la Ilustración, hasta el período de la Revolución Industrial, momento a partir del cual las máquinas tomaron el relevo. Desde entonces, admirado por las posibilidades de la tecnología, el ser humano pasó a un segundo plano. En la actualidad nos hemos dado cuenta de que debemos situar de nuevo al hombre en el centro de nuestras miradas.
Gracias a los avances del estudio del cerebro con la neurociencia empezamos a intuir que la luz, el color, el olor, el cuidado acústico, el gusto o el tacto que proporciona un lugar pueden aportar una experiencia al usuario que influya directamente en su estado emocional. Desde el diseño sensorial podemos crear espacios teniendo en cuenta las necesidades físicas, cognitivas y psicológicas del ser humano para trasladarle inconscientemente a su estado ancestral de seguridad, relax y confort.
Los incentivos pueden ser internos o provenir del exterior. El diseño sensorial tiene que ver con cómo nuestro cuerpo interactúa con los segundos. La arquitectura y el interiorismo pueden provocar estímulos que influyen en nuestro ser y producen respuestas conscientes o inconscientes dando lugar a reacciones corporales sensitivas, motoras, memorísticas o emocionales. Según el neurocientífico estadounidense Fred H. Gage, los cambios en los espacios inciden en el cerebro y, por lo tanto, pueden modificar la conducta.
Con esta premisa surge la corriente que sitúa a las personas en el centro de los diseños y en cómo estos pueden influir en el estado anímico, qué efecto tiene un determinado ámbito sobre el estrés, la relación que existe entre espacios amplios y pensamiento creativo, la respuesta del cerebro a la proporción áurea, el poder de la naturaleza para estimular la concentración y muchos más. En definitiva, se trata de proyectar teniendo en cuenta cómo los hábitats construidos influyen en las personas.
Todo entra en juego
Gracias a la vista percibimos aspectos como la armonía, el color y la iluminación. Es el sentido más importante ya que el 83% de la información que retenemos procede de lo que entra a través de nuestros ojos. Pero aunque sea el más utilizado y desarrollado no significa que sea el más persuasivo. Los olores pueden generar reacciones emocionales inmediatas que nos trasladan a momentos, recuerdos y sensaciones, por lo que toma mucha relevancia la incorporación de la aromaterapia para crear experiencias sensoriales.
El sonido afecta directamente a las emociones, la salud y nuestro comportamiento. Si no diseñamos espacios con confort acústico, todos estos aspectos se verán afectados. Y qué decir de nuestra piel, el sentido háptico, considerado por el arquitecto finlandés Juhani Pallasma como nuestro primer sentido, con el que conectamos con texturas, tamaños y confort térmico.
Aprendizaje y productividad
Siguiendo las hipótesis que el arquitecto estadounidense John P. Eberhard desarrolló en su libro Brain Landscape (2008), adecuar los espacios de los niños a su escala en entornos escolares les permite tener una percepción ajustada a su realidad, reduciendo el estrés y adquiriendo mayor seguridad y autonomía. Asimismo, el cerebro de un niño responde a la luz natural favoreciendo el proceso de aprendizaje. Las aulas sin cuidado de la acústica pueden entorpecer habilidades lectoras y la concentración de los alumnos.
Eberhard propuso también cambios en el entorno de trabajo para mejorar la calidad de vida de los trabajadores y aumentar su productividad. Así, declaró que el cerebro responde a la proporción áurea, que los espacios laborales con vistas al exterior facilitan y mejoran la actividad cognitiva, que alternar profesionales de diferentes áreas potencia la comunicación interdisciplinar promoviendo la colaboración y el impulso de propuestas creativas, que los entornos de trabajo abiertos tienen una influencia positiva en el cerebro y que los espacios con proporciones equilibradas aumentan exponencialmente la sensación de bienestar.