"Soy una puta. Me pagan bien". La definición más descarnadamente honesta de Philip Johnson la dio él mismo cuando le preguntaron por el hotel que diseñó para Donald Trump en Columbus Circle, Nueva York. Con esa frase contundente reflejó su falta premeditada de consistencia, su poco apego a una corriente concreta, su ojo infalible para detectar y crear tendencias sin casarse con ninguna de ellas.
Salvo la icónica Glass House que construyó para el mismo en New Canaan, Connecticut, en 1949 -pero que en realidad apenas habitó-, pocos edificios de Philip Johnson pueden considerarse fundamentales para la historia de la arquitectura contemporánea. Lo que no impide reconocer su extraordinaria labor como divulgador cultural, mecenas y comisario arquitectónico.
Johnson fue decisivo para llevar la arquitectura y el diseño a los museos, legó al MoMA de Nueva York más de 2.000 obras y fue el artífice de que encargaran a Mies van der Rohe uno de sus proyectos más emblemáticos en Estados Unidos, la Torre Seagram en la neoyorquina Park Avenue.
Fue de los pocos arquitectos que se declaró abiertamente homosexual, pero también coqueteó con el nazismo; durante un tiempo intentó fundar el Partido Nacional en EE.UU., fascinado por la grandilocuencia y la imagen de poder que emanaba el movimiento de Adolf Hitler. En línea con esa moralidad cambiante y huidiza que siempre se le achacó, más tarde intentó sin éxito ocultar ese capítulo oscuro de su biografía.
A pesar de sus claroscuros, Philip Johnson fue el primer arquitecto en recibir el Premio Pritzker en 1979, un galardón que, haciendo honor al afán de notoriedad del propio Johnson, se convertiría en el más célebre del mundo. Y a la fiesta de su 90º aniversario acudieron popes de la arquitectura moderna como Frank Gehry, Zaha Hadid, Rem Koolhaas y Arata Isozaki. El mejor homenaje a un hombre cuya mayor contribución fue su capacidad para anticipar transformaciones.