Hasta la llegada del trap, la electrónica ha sido la última gran revolución estética surgida en el ámbito musical para las masas. Dejando a un lado sus orígenes experimentales en el terreno de la música contemporánea –con la invención, en los años veinte del siglo pasado, de instrumentos como el teremín, las ondas Martenot y el trautonio, y la aparición, ya en los años cincuenta, de la llamada «música concreta» de los franceses Pierre Schaeffer y Pierre Henry y el uso de osciladores electrónicos a cargo del alemán Karlheinz Stockhausen– sus primeras aplicaciones en el terreno de la música popular surgieron a principios de los años setenta con el trabajo de Ralf Hütter y Florian Schneider, dos músicos de Düsseldorf, al fundar una banda bautizada con el nombre de Kraftwerk (central eléctrica, en alemán).
El año pasado, del 9 de abril al 11 de agosto, la Filarmónica de París –la más reciente de las grandes salas de conciertos de la capital francesa, un espacio diseñado por Jean Nouven e inaugurado en enero de 2015, perteneciente al complejo denominado Ciudad de la Música–, organizó en los 1.100 metros cuadrados de su sala de exposiciones, la muestra Electro: De Kraftwerk a Daft Punk, la primera gran exposición basada en la música electrónica, sus innovaciones tecnológicas, su evolución a lo largo de cuarenta años (del house al techno, pasando por el trance, el eurodance, el hard dance, el italo-disco, o el dance pop) y sus interrelaciones con el arte contemporáneo, la iluminación espectacular y el diseño gráfico, que un año después, del 1 de abril al 26 de julio de 2020, se inaugurará en Londres, en el Museo del Diseño, con escasas modificaciones respecto a la muestra original, aunque se titula Electronic: De Kraftwerk a los Chemical Brothers, para incidir en la aportación británica a esta cultura en detrimento de la francesa: Jean Michel Jarre, David Guetta, Daft Punk, Cassius, Dimitri From Paris, St. Germain o Air, entre otros muchos nombres.
El comisario original de la muestra, Jean-Yves Leloup, afirmaba hace un año que el objetivo de su exposición no era «hacer una aburrida exposición histórica en la que se reunieran objetos y recuerdos específicos. No pretendemos educar a las personas». Igualmente, el escritor, filósofo y teólogo francés, desmentía también que la muestra quisiera imitar las festivas raves tecno de los clubes de Detroit, Chicago, Ibiza, el Ministry of Sound londinense o el Berghain de Berlín: «Las raves iban más allá del fenómeno sociológico. Eran acontecimientos en los que sucedía algo estético, con luces y humo que envolvían a un auténtico océano de cuerpos. Sin querer imitarlo, sí quería que se tuviera esa sensación sensorial cuando se visitara».
«En esas raves –añade Leloup– la música era menos importante de lo que lo había sido en el pasado. El emplazamiento lo era todo: la juventud de esa época deseaba una absoluta libertad de comportamiento, desde el sexo a las drogas. ¡Se podía estar allí desnudo! Había infinidad de chicas bailando en top-less, porque esas fiestas se consideraban “lugares seguros”, en contraste con el mundo exterior, en el que los gays o las mujeres podían sentirse atacados por los medios de comunicación, la sociedad o los políticos».