En una foto anónima –una instantánea hecha al pasar– aparece una calle cualquiera de Jalisco que podría quizás explicar el misterio del "color mexicano". Es una calle de adoquines, con unagreca de yuyos en la juntura del bordillo. Un niño camina tocando una pared naranja. Desde el fondo hasta el primer plano, se suceden casas de una o dos plantas, de ladrillos revocados o sin revocar, pero pintados: al rosado de la medianera del fondo le sigue un frente amarillo con ventanas verdes, y luego la pared naranja que viene tocando el niño, y una peluquería encortinada de tablitas verdes en una fachada blanca con guardas violetas, una entrada con flores rosadas pintadas contra un fondo marrón claro y, la última, un frente amarillo con franja ancha verde, flores lilas y una verja panzuda de hierro verde.

 

Espacio exterior de la casa de Luis Barragán en Ciudad de México

Mestizaje cultural

En verdad, múltiples ciudades o barrios de América Latina (y africanos y asiáticos) son tan pobres y están tan alegremente pintados como este, pero el poder que el color alcanza en México, y en la imagen que el mundo tiene de ese país, es tan extraordinario que se ha fijado en el tópico turístico, pero nace de un misterio. ¿Por qué el imaginario mexicano (o acerca de lo mexicano) pasa de representaciones de euforia colorística al blanco de las calaveras de azúcar? ¿Por qué un color (el rosa intenso) se ha vuelto seña de identidad mexicana? No faltan estudios que escudriñan restos arqueológicos buscando desentrañar ese misterio que atraviesa la cultura mexicana.

Los tejedores, los joyeros y los plumajeros del Imperio azteca eran nobles que servían técnicamente (ejecutaban su pericia en colorantes) los colores simbólicos del poder imperial y de los rituales religiosos y tribales. Pasaron aquellos imperios y arribó el español, y los indígenas decoraron con estucos las iglesias barrocas y policromaron todo el plantel de santos y vírgenes que les fueron presentados. No es misterio genético, sino un fruto sabroso de confluencias culturales.

 

Museo Textil en Oaxaca de Juárez

Manifiesto vital

Al parecer, los humanos, desde siempre, han pintado todo lo que se podía pintar y teñir con los colores de que disponían, desde hojas picadas hasta la última tecnología, y por los motivos más diversos. Lo cual tampoco explicaría entonces el persistente parque de diversiones coloreadas de la iconografía mexicana. Ese fondo azul de un mural azteca que llegó a la casa de Frida Kahlo. Ese color de mimbre mojado por la lluvia del dios del maíz que va desplazándose en el tiempo hasta cubrir un muro de Luis Barragán.

O los diagramas de las ruedas rojas y azules del calendario maya que reaparecen en logotipos y diseños gráficos modernos. De vuelta de Europa y habiendo absorbido y asumido la depuración formal del racionalismo, Barragán reencontró los colores populares de su infancia. Y la pintora Olga Costa –Olga Kostakowsy, emigrante alemana e hija de ucranianos– hizo el camino inverso: deslumbrada por la policromía mexicana, se identificó con ella.

 

Detalle de la casa estudio de Diego Rivera y Frida Kahlo en Ciudad de México

En su famoso Puesto de frutas (1951), un bodegón armado como una catedral, vemos la misma acumulación de colores –con el suplemento sensual que emite el enamoramiento por lo pintado– que brillan en cualquier puesto de frutas real.Un enigma perdurable y estimulante no tiene solución sino en los ojos que miran. La cromofilia mexicana brillante y saturada está en la luz que contiene y la sombra que encubre. La luz del sol en su máxima potencia y la sombra húmeda de los verdes.

El rojo, en la cosmogonía prehispánica, era símbolo de la mujer y de la sangre de las víctimas sacrificadas al Sol, pero el rojo rubí de la sandía abierta por la mitad, en un cuadro de Olga Costa, es una ofrenda sin sacrificios. Las serpientes de fuego crepitan aún en los plumajes y las máscaras de cartón y los colores se unen a los sabores picantes y a los sones carnavalescos. Quizás el color de México sea una "invención", como quiso probar algún antropólogo, pero, sin duda, es, además, expresión de la voluntad de vivir, sin miedo a la muerte o más bien riéndose de ella e incluso invitándola a bailar.