Si no nos lo hubieran contado mientras nos acercábamos en coche a esta casa, en el Algarve portugués, no nos habríamos dado cuenta, atravesando el jardín, de que el edificio es la suma de una construcción original y otra nueva. Una reconstitución que ha acoplado componentes de épocas distintas a través de una serie de “células” de forma rectangular.
Su autor, el arquitecto Pedro Domingos, explica que la primera idea, al iniciar el proyecto, se basó en clarificar y acotar el espacio central de la parcela, delimitando un vacío situado entre la ruinosa construcción original y la especie de seto que dibujan los árboles más elevados. La casa antigua constaba de tres espacios interconectados donde se alojaban las habitaciones, con sus respectivos cuartos de baño. El ala norte de esta construcción está asentada sobre el terreno y articulada con la topografía a través de dos patios de tamaño similar: uno es la prolongación hacia el norte de la cocina y el otro extiende hacia el sur la superficie del salón.
El acceso a la casa es una zona de transición entre las dos alas de la vivienda. Una piscina de formas puras emerge del terreno, sobre una línea en diagonal respecto de la fachada. Esa diagonal –por su desviación– vuelve de pronto evidente el principio que ha generado el proyecto: la serie de células rectangulares engarzadas. A las correspondientes a la construcción original (articulada ya en la topografía) se suman las de nueva factura, con sus patios y sus corredores acristalados.
Las puertas correderas color óxido van pautando, en las entradas y salidas de los volúmenes, el movimiento de líneas rectas que se quiebran y vuelven a quebrarse, estableciendo el engarce “invisible” entre la parte original y la nueva. Las escaleras exteriores vinculan los patios con las terrazas elevadas, abiertas a la magnificencia del entorno y al baño franco del sol.
No hay que olvidar las inmensas encinas que se apoderan del espacio ya que duplican la altura de la fachada y crean su propia zona de sombra. También los interiores y los patios construyen sus propias representaciones decorativas. En un patio vemos muebles de madera de roble hechos por un carpintero local. Cojines de colores que resaltan contra el estuco blanco de las paredes. En el comedor, una mesa de roble, otra de las piezas salida de las manos de un artesano del lugar. Las jarras, el candelabro, las lámparas de pie y de techo, las sillas y demás elementos han creado un comedor de aire alegre, atravesado por las luces del patio y los aromas vegetales.
Sobre la hierba, en el jardín, observamos la casa mientras anochece, como si una foto en color fuera virando al blanco y negro. En ese momento –lo llaman “la hora violeta”–, en que solo queda un poco de luz y nos parece que vivimos en dos mundos a la vez, se fija una imagen de la casa que conservamos en la memoria. A un lado, la gran encina. Detrás, una franja blanca perfectamente homogénea y a la vez compuesta, quebrada, dividida en dos partes: una abierta (patio) y una interior (el salón con la chimenea), descubiertas y techadas. Y la puerta corredera rectangular, que divide en dos la abertura acristalada, que, a su vez, divide en dos ese tramo de la fachada. Mientras cae la noche, el rojo óxido de las puertas correderas se apaga y se encienden las luces del interior, fuego de hogar incluido.