Así como empezaban los cuentos de la infancia tendría que arrancar la presentación de este proyecto del arquitecto Martin Muriano: “Érase una vez una pérgola…”. Porque este elemento constituye el amable acceso a la casa. Y porque todas las fachadas orientadas a la masa de pinos circundante llevan adosadas pérgolas cubiertas de caña que, al filtrar la intensa luz solar, generan una galería de espacios de sombra a los que sin duda hay que calificar de “amables”, como a toda la casa, y sin duda también a la isla de Formentera, donde afortunadamente se encuentra, en medio de un bosque de pinos, próximo a las dunas.
Vista desde lejos, la casa aparece, apaisada y blanca, reminiscente de la arquitectura vernácula, con pilares y huecos techados, bajo un cielo inmenso, surcado por nubes huidizas. Contemplada desde aquí, la construcción parece la pieza menor del paisaje (en tamaño, en intención de “humildad” respecto de la Naturaleza) y, a la vez, es el objeto, el “detalle” que lo engrandece.
No de otro modo nació la pintura paisajística (un cielo enorme, para el perfil de un campanario…), pero esa es otra historia. Ahora, bajo este cielo magnífico, acerquémonos un poco más a la casa, eligiendo una vista longitudinal, desde la piscina, a lo largo de la galería, hasta el otro extremo de la casa. El sol cae a plomo, las nubes pasan rápido. Después de atravesar una franja de arena (que continúa la línea de la piscina), se agradece la sombra y el frescor que proporciona la cubierta de caña que discurre a lo largo, entre los pilares de obra. Ese corredor abre, en los tramos de pérgola, huecos techados entre los volúmenes blancos y apaisados, de alturas y niveles ligeramente distintos.
Todo el diseño de la casa marca el sentido horizontal de su asentamiento paisajístico. Un suelo de microcemento pavimenta interiores y exteriores. También continuo es el revestimiento de mortero de cemento árido fino y el acabado blanco mate. La carpintería de madera (fuera y dentro) está realizada con módulos correderos de madera de iroco.